A propósito de la nueva Ley Orgánica de Educación
Luego de la atropellada discusión y aprobación de la nueva Ley Orgánica de Educación, desde los estamentos gubernamentales de las universidades nacionales se ha generado una discusión (tardía, como siempre) sobre algunos de los aspectos de dicha ley. Particular atención se le ha prestado a los artículos relacionados con la educación universitaria.
Entiendo que las consideraciones conceptuales (mas allá de los cuestionamientos de forma) esgrimidas hasta ahora se centran, esencialmente, alrededor de dos aspectos: una supuesta violación de la autonomía universitaria (que algunos opositores políticos del actual gobierno han comenzado a reconocer que está definida adecuadamente en el artículo 109 de la Constitución de la República) y la inclusión del personal administrativo y obrero en la tarea de “elegir y nombrar …” las autoridades universitarias.
Confieso que, quizás debido a mis limitadas capacidades interpretativas, no he logrado percibir ningún argumento académico sólido que me haga pensar que, efectivamente, la nueva Ley Orgánica de Educación constituye una amenaza para la autonomía universitaria. La mayoría de las consideraciones que han circulado están dominadas por algunas de las pasiones que prevalecen en el país político (¡que incluye a la dirigencia universitaria!). Por ejemplo, un distinguido profesor universitario, ya jubilado, escribió recientemente, en la columna periodística que publica semanalmente en un diario local (Frontera, 15/09/2009, pág. 6A), lo siguiente: “A la educación universitaria, la susodicha Ley le dedica cinco artículos: 32, 33, 34, 35 y 36. Los dos primeros hablan de propósitos, teóricamente, loables. Pero analizarlos con propiedad nos permite concluir que contradicen el proceder arbitrario a que nos tiene acostumbrado el Gobierno, causa por la cual hay que mirarlo con la lupa de la incredulidad”. En este tipo de “análisis”, el meollo del asunto pareciera ser un acto de fe, de creer o no creer. Sin dudas que esta perspectiva deja poco espacio a la libre confrontación de ideas, que debe predominar entre universitarios.
Inicialmente, sobre la participación del personal administrativo y obrero en la elección de las autoridades universitarias, se generó un gran ruido que ha ido amainando considerablemente en la medida que ha transcurrido el tiempo (¡quizás porque la actual dirigencia quiere seguir en el poder, y no resulta conveniente continuar generando antipatías entre futuros electores!). Sin embargo, siguen resonando las voces de distinguidos profesores preocupados por este aspecto. Algunos de ellos fundamentan sus consideraciones en los preceptos contenidos en los primeros artículos de la actual Ley de Universidades, comenzando por: “La universidad es fundamentalmente una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre”. Sostienen que la misión universitaria se sustenta esencialmente en la producción y transmisión del conocimiento (tarea de profesores y alumnos), por lo que sus autoridades no se pueden elegir mediante votaciones generales, similares a las utilizadas en las elecciones de quienes detentan los poderes públicos. Afirman que existen razones de naturaleza académica que hacen que ambos procesos sean diferentes.
Personalmente creo que la “universidad” delineada en la actual Ley de Universidades no existe. Esa “comunidad de intereses espirituales” que tenían en mente quienes formularon y aprobaron la Ley de Universidades en 1958, desgraciadamente, con el correr del tiempo pasó a ser una “comunidad de intereses electorales” en la que se desarrolla, predominantemente, una afanosa búsqueda del poder, para el disfrute de individualidades y grupos políticos a expensas de la integridad institucional de la universidad y de la legítima comunidad de intereses que la debería constituir.
En nuestra universidad, basta echar una mirada sobre los procesos de elección de sus autoridades, desde los años ochenta, para observar el perverso incremento de vulgares negociaciones, cada vez más descaradas, entre individualidades y grupos (políticos, gremiales y de otra naturaleza) para acceder a cuotas de poder. (1) A través de este mecanismo se asciende por peldaños, a manera de ascenso de escalera, entre las diversas instancias de gobierno en la universidad, incluso pensando en espacios de poder extra-universitarios.
Por esa vía hemos prostituido el proceso de escogencia de las autoridades académicas de nuestra institución. Esta escogencia debió sustentarse exclusivamente sobre la valoración de las virtudes y logros académicos de los más competentes para la conducción de las tareas institucionales, teniendo como único norte el cumplimiento de la alta misión de ser, efectivamente, “una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre”.
Hemos convertido el proceso de “escogencia” de autoridades en uno de “elección”, en el que, desde la universidad, institucionalizamos por medio de los “reglamentos electorales” (¡dictados por nosotros mismos!) la violación de la Ley de Universidades. La misma que se suele defender, coyuntural y tendenciosamente, especialmente frente al gobierno poniendo a la autonomía como estandarte. Por ejemplo, basados en criterios académicos, la Ley de Universidades estableció que sólo los “estudiantes regulares” (aquellos que cumplen con varios requisitos académicos, claramente definidos) pueden participar en el proceso de escogencia de autoridades universitarias. Sólo estos estudiantes pueden “elegir” y ser “electos” como representantes estudiantiles. En nuestra Universidad se violenta esta disposición por la vía del reglamento electoral vigente, aprobado (demás está decir, “autónomamente”) por nuestro propio Consejo Universitario. Por el mismo reglamento, se violan las disposiciones que definen las condiciones académicas exigidas a los profesores que se postulan a cargos de autoridades universitarias. (2)
En este contexto, aparece la nueva Ley Orgánica de Educación. En uno de sus artículos, la nueva ley extiende al personal administrativo y obrero el derecho a participar en la tarea de “elegir y nombrar” las autoridades universitarias.
En la realidad de nuestros días, no creemos que con la incorporación de empleados y obreros en los procesos eleccionarios se corrija la grave distorsión de anteponer sobre el interés supremo de la institución universitaria, los intereses individualidades y grupales (de naturaleza política, gremial, etc.) para acceder a cuotas de poder dentro de la jerarquía administrativa de la universidad. No pareciera que con la incorporación de empleados y obreros se retome el camino perdido y se restituya la esencia de nuestras instituciones universitarias. Por el contrario, se esperaría que se profundice el proceso degenerativo iniciado hace ya bastante tiempo.
Se conoce ampliamente, en la comunidad universitaria, que numerosos profesores han negociado su apoyo en los distintos torneos electorales con distintos candidatos a cambio de cargos en la administración universitaria (se han negociado hasta dependencias académicas, como ocurrió en las recientes elecciones rectorales) y algunos “dirigentes estudiantiles” han apoyado ciertas opciones a cambio de llegar a ser empleados u obreros (en Vigilancia u otras dependencias), entre otras prebendas, entonces, ¿por qué no pensar que algunos dirigentes del sector de empleados y obreros puedan seguir el ejemplo de los profesores, como lo hicieron los estudiantes, y también negocien sus apoyos, a cambio, por ejemplo, de la Dirección de Personal? No pareciera descabellado pensar en semejante posibilidad. También surgen otras preguntas, que lucen perversas: ¿Sólo profesores y estudiantes tienen derecho a tener la posibilidad de traficar con la institución universitaria en beneficio de sus propios intereses? ¿Por qué los empleados y obreros no pueden tener esa posibilidad? Creo que en la universidad que tenemos (¡no en la que debería ser!) estas preguntas cobran sentido.
En la actual coyuntura, creemos que desde el Estado se pierde una valiosa oportunidad para enderezar entuertos. Se debió revisar a fondo el devenir universitario y replantear nuevamente las altas exigencias que se le deben formular a la institución universitaria, en beneficio de la nación. Y en lugar de corregir una de las dolencias más graves del corpus universitario, que amenazan con aniquilarlo, erróneamente abre espacios para que esas dolencias se agraven
Con este nuevo panorama, quedaría pensar en una posible re-organización de la universidad en las leyes especiales que están pendientes. En una nueva estructura, por un lado, pudiera estar una parte funcional-administrativa que manejara el presupuesto universitario (¡uno de los manjares más apetecibles por los grupos de poder!), en la que participarían todos los sectores (profesores, estudiantes, empleados y obreros) en igualdad de condiciones. Por lo demás, el sector profesoral, dominante en los organismos de co-gobierno, se ha favorecido a la hora del reparto presupuestario, entre otros, en la distribución de algunos de los beneficios socio-económicos asignados por el Estado para todo el personal.
Por el otro, pudiera quedar la parte académica (alrededor de las bibliotecas y las actividades de investigación y postgrado), con una asignación porcentual fija del presupuesto, en la que deberían regir criterios cónsonos con la alta misión de, como diría alguna vez el Profesor Ramsés Fuenmayor: “… ser una institución llamada a buscar, afianzar y trasmitir los bienes trascendentales de la cultura mediante la generación del conocimiento y la formación de ciudadanos con conciencia crítica, capaces de contribuir con el mayor estado de justicia posible”. Deberíamos estudiar ésta o alguna otra posible alternativa para tratar de mantener viva la esencia de la universidad como institución.