Leonardo Padrón: "El bosque de las palabras"

Dramaturgo venezolano Leonardo Padrón (Foto: elestimulo.com)

Palabras de Leonardo Padrón, leídas por el profesor Diomedes Cordero, durante el acto de inauguración de la Feria Internacional del Libro Universitario (Filu 2016), en su XIX edición.

El bosque de las palabras

Leonardo Padrón

¿Dónde vive la voz de los poetas? ¿Puede contenerse en una mano el delirio de Dante Allighieri, la palabra ciega de Homero o los laberintos de Borges? ¿Cómo invocar en la sala de espera de un dentista la poética de Aristóteles o la última extravagancia de Harry Potter? Tantos prodigios sólo resultan admisibles a través de un episodio llamado libro. Allí, en esa comarca, donde el alfabeto salta, se mezcla, hace cabriolas, se empina y llena lo blanco, está reunida la gran escenografía de la imaginación humana. No hay otro lugar donde quepa toda nuestra fragilidad y magnitud. En esa zona de vocales y adverbios está el testimonio del paso del hombre por el universo. 

Porque el hombre es, entre sus muchos registros, imaginación, aventura de palabras, léxico. El hombre necesita el inventario de sí mismo y por eso inventa el libro. Pero todo libro para existir demanda, exige, pide un lector. Alguien que procure el ritual de abrirlo y dejarse ir en él. Alguien que se convierta en silencio y página. 

Se ha dicho, leer es viajar sin equipaje. Se lee para habitar Berlín en tiempos de guerra, para sentir la nieve de Zúrich, los pasos de la noche en Medellín, perseguir a una ballena blanca y memorable, deambular tras La Maga en París, respirar el cielo de San Petersburgo mientras Raskolnikov comete un crimen, o morir de amor en la Inglaterra isabelina. Se lee para ser mejor, para ser otro, para hacernos inacabables. Se lee para vencer o procurar el desasosiego. Para asombrarnos o sabernos iguales. Para más nunca ser el mismo.

Umberto Eco ha dicho que «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor.» Y ante la hipótesis de que el libro sería desterrado por el imperio del video nos recuerda que «con Internet hemos vuelto a la era alfabética. Si alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, pues bien, el ordenador nos ha vuelto a introducir en la galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer». Y es así. Leer es un verbo que se ha reinventado a sí mismo. Leemos el mundo en ciento cuarenta caracteres, a través de ese profuso jardín llamado Twitter. Ojeamos datos en Wikipedia. Buscamos respuestas en Google. Reinventamos el género epistolar gracias a los correos electrónicos. Cordializamos en Facebook. Hasta el sexo se ha vuelto a hacer con palabras. 

Siempre he sido militante de la frase de Nicolás de Avellaneda: «Cuando un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él». Pero hay algo que debemos reconocer: la mayor parte de la humanidad no lee. 

A cada tanto, la industria del libro ensaya maniobras de seducción procurando conquistar gente nueva para un viejo oficio: leer. Seamos honestos, ¿cuántos realmente se introducen en el bosque de palabras que es cada libro? ¿Cuántos se exaltan de entusiasmo ante 600 páginas de José Saramago, por más premio Nobel de Literatura que sea? ¿Cuántos se zambullen en los tejidos lingüísticos de Victoria de Stefano? ¿Quién cita a Roberto Bolaños o a Pepe Barroeta en los bares de esta ciudad? ¿Cuántos buscan el último título de Paul Auster o aquel ejemplar de Briceño Guerrero que más nunca han vuelto a editar? Parecemos ser un club, un club que busca más miembros. Nos sabemos dueños de un portentoso vicio. Un vicio de ermitaños. Sabemos que el placer de la lectura no admite terceros. Es una de las pocas instancias en las que el egoísmo se viste de virtud. Porque todo lector es un redomado solitario. Un solitario lleno de voces. 

La gran paradoja es que hay gente que dice leer para matar el tiempo siendo quizás la mejor manera de otorgarle vida. Siempre he pensado que abrir un libro es como entrar en una ciudad desconocida. Hay quien lo equipara a la emoción de abrir los muslos de una mujer. Borges dijo que la lectura debe ser considerada, no una carga, sino una fuente de felicidad. Lástima que no terminamos de ser eficaces en el contagio del virus. La escuela, muchas veces, es la peor amiga del proceso. Además, leer es peligroso. Eso lo saben todos los regímenes totalitarios que han hecho del libro una de sus víctimas preferidas. Por eso, a lo largo del tiempo, los libros han sido quemados, prohibidos, censurados, perseguidos. O simplemente cercados a través de herramientas económicas que lo vuelven inalcanzable (Cadivi dixit). Algo muy poderoso tienen entre sus páginas: la fuerza del conocimiento, de la lucidez, de la belleza y el testimonio imperativo de la verdad humana.

Por eso no hay mayor aventura que entrar a ese bosque que es cada libro elegido. 

Por eso ante la oscuridad que hoy nos envuelve, bienvenida la luz de los libros. 

Por eso celebro la terquedad y el entusiasmo de todos los responsables  por llevar a cabo, a pesar de la mueca difícil que es hoy el país, la Feria Internacional del Libro Universitario de Mérida en su versión No. 19. Toda una proeza. Y más aún, celebro que en esta edición se honre la obra de uno de nuestros poetas más importantes y luminosos, Ramón Palomares. 

Bienvenida sea esta Feria. Bienvenidos los lectores. Bienvenida la fiesta de la palabra.

Leonardo Padrón